La Espiral de los Pulsos
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de un texto del próximo
OMBLIGO 23
CODEX MOLECULAR
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LA ESPIRAL DE LOS PULSOS
Entrada a la Interfase Deleuze – Brujería
5ª Parte
por el Dr.
Cypriano Baobab.
Un poeta logra al fin adelgazar su figura hasta no ser más que una cualidad atmosférica. Un brujo se conecta a distancia con la frenética danza de un hormiguero mediante un dia(bo)lecto abstracto. Un alquimista alcanza una alineación dinámica y oblicua con los astros a través de la manipulación de sustancias impuras. Todas salpicaduras de esa semilla vibrátil, de ese corazón cremoso y móvil que lamina lo real allí en donde lo real se desmiente a sí mismo, en donde la aero-dinamia del mundo se autoproduce como una concreta y continua evanescencia. Las figuras y los símbolos del ocultismo así lo testimonian. Transmiten más de lo que significan, funcionan más de lo que ordenan.
Hexagramas o placas mudas, las figuras inmóviles que preñan los templos y los libros reverberan con dimensiones instantáneas, dinámicas, son máquinas abiertas esperando la oportuna conexión que las encienda. El roce de un cuerpo lábil, evaporado, confundido ya con su entorno, un gesto de aire, un encontronazo seco, bastan para desatar la ignición del mercurial tegumento, del agua viscosa y volátil (John Dee). El cuerpo se ha vuelto pieza de una máquina planetaria y vibratoria; partícula de un animal abierto y flexible.
La información que estos emblemas puedan portar (relaciones estables de significancia entre sus grafos), es sólo la mínima condición necesaria para la emisión de estas vibraciones. La consigna existe para hacer pasar la contraseña, la componente de paso (de fuga), desatar el paso (al menos) doble que nos baila y hace bailar con los desprendimientos de la materia, prendados a una lengua bífida, siérpica, que convive, en el otro extremo de la serpiente, con el sonido del ano-cascabel, y evita así ser capturada por los mecanismos de la interpretosis. Lengua doble (o triple, como el tridente-Shin de la khabbalah), húmeda y retráctil. Veloz. Viaje numinoso de la dicción a la infante a-dicción. A la di-sección, a la correcta dicción despellejada por la espuma de las cosas. Lengua venérea (venusina y aérea): ¡Afrodictum!
El contacto con los pulsos que allí laten no nos envía a una dimensión referencial fija (estado de cosas, cosas estatales), sino a la circulación que vibra entre las cosas. Nos instala de lleno en la zona festiva de los pasajes y las irradiaciones, en el mercurinario de los dones, de las atravesadas afecciones que germinan en cualquier cruce de partículas locas (encrucijada), en el entre-tiempo de las afluencias magnéticas, de las inter-penetraciones, en el rumor instantáneo de la magnetosfera cular (por sonora, por residual: la víscera cantora). Bataille le llamaba a esta capacidad de sintonía: el poder eléctrico de las puntas.
En el siglo IX, un árabe de nombre impronunciable[i] y que aquí aproximamos como al-Kindî, publica un verdadero grimorio de detonaciones llamado De radiis (De los rayos o De las radiaciones). El influjo de este libro en la baja Edad media y el Renacimiento –anónima traducción latina de por medio (siglo XII)- será enorme. Marcilio Ficino lo devorará y lo devolverá en clave eroto-fantástica bajo envoltorio neo-platónico.
El mundo que despliega el libro de al-Kindî (astrólogo y filósofo) está compuesto por dos tratamientos modulares de lo real: los elementos y las radiaciones (lo que pasa entre –y a través de- los elementos). Claro que la creencia en las emisiones estelares ya estaba avanzada en esa época, pero la novedad que nuestro árabe introduce prosigue de otro modo el “continuismo diferencial” de la pneumatología estoica: la virtud de las estrellas para emitir radiaciones la comparten también los elementos (es decir, todo). La cartografía energética de este universo abunda entonces en dinamismos puros. Todo, desde el planeta o estrella más alejada hasta la brizna de hierba más pequeña, está atravesado por una transferencia cósmica de radiaciones. Y estas radiaciones, si bien hiladas entre sí, se singularizan por sus frecuencias vibratorias, diferenciales (y es esta epi-diferencialidad, de hecho –o mejor: de derecho–, lo que establece la hilación). De ahí que los vectores de afección y contagios materiales se revelen operables por saltos e inmediatas diagonales (la causalidad clásica es intervenida e infiltrada por un hálito desviado). La praxis teúrgica encuentra un nuevo escalpelo (de siglos ha) en el que re-encarnar: metemsomatosis. Jámblico o Sinesio –los pneumo/espiritualistas– renacen como el árabe radiónico.
Sinesio (traducido por Ficino en el siglo XV) ya hablaba de la existencia de una conspiración de las cosas a espaldas del hombre. Los encantamientos, para el mago de Cirene, no sólo significan, sino que también invocan. Y la invocación (con su triple lengua ofidiana: sonido, materia y figura) se vale de las fugas naturales del pneuma o de las exhalaciones de la tierra para alcanzar una conjura o alianza anomal con las fuerzas, para adherirse al vaivén de la corriente mánt(r)ica (para volverse un vate oracular, poético, en esa conspiración matérica). ¿Habrá que creer que los espíritus de los que hablan las invocaciones no pasan de ser almas pre-existentes bajo el régimen de “lo general” (¡sí, mi general!)?
Aquí es donde se equivocan los egópatas. La asimilación reduccionista del pneuma al alma, consumada durante siglos (a diferencia de la operación estoica de reducir el alma al pneuma), fue nefasta. La fluidez y la irradiación del pneuma difieren por naturaleza de la inmovilidad del alma. De ahí que no se comprenda nada acerca de los matices distintivos entre el alma y los espíritus, y se trace un camino opresivo de los cuerpos al alma (organismo) y una captura almístico-imaginaria del espíritu-vibración. Éste no es homologable ni al alma ni al cuerpo (ni a sus variadas y agotadas síntesis). El espíritu, cuando liberado, funciona en otro plano: no se reduce ni al cuerpo “bajo” el alma, ni al alma “en” el cuerpo; (se) desmarca y (se) auto-produce (como) almas-efectos; pasa intensamente por los cuerpos desarticulados, flexibilizados; retoza en el entre-acto (René Clair). El espíritu es lo que Guattari llamaba lo “auto-consistencial”, con sus dos características de singularidad (persistencia local) y transistencia (consistencia transversal). Al igual que las radiaciones de al-Kindî o el pneuma de los estoicos, el espíritu, tal y como despunta en el bandidaje brujo, insiste invaginado en la materia: es la materia sin formalizar, el contacto sensible y vibracional entre las cosas, el englobamiento infinito entre materias heteróclitas (inmanacionismo).
No ficcionaba Klossowski cuando insistía en la diferencia que latía entre las almas incomunicables que se encorsetaban en el cuerpo organizado y la promiscuidad de los “espíritus mortales” (Soplos o alientos liberados) arrebolándose en los cuerpos como un pegoteo de intensidades (prácticas de posesión). La corporeidad, munida de espíritus singulares e indiscernibles, alcanza un máximo de porosidad y comunicabilidad: mescolanza, confusión mítica. Se nos adelanta, entonces, Mark Fisher cuando corona al materialismo pre-formal con el penacho gótico. Para el inglés, las figuras góticas aluden a devenires materiales: los seres incorporales son auto-creados en las conexiones libres de la materia. Sintonizar con esas conexiones (mixtura) es cartografiar terrenos existenciales nuevos, auto-consistentes y evanescentes. Intuiciones suspendidas de una arisca voluta de realidad y sus torsiones continuas. Por eso, para Félix, todo vale si lo que se busca es contactar con los vahos de transformación (mediante ebullición de los estados de cosas y evaporación de los hechos referenciales previos), pues todo entra al centrifugado como material (rasgo) intensivo. Por un aplique de ingravidez –a veces ritmando sonidos, figuras y gestos (rituales), a veces disparando sin miramientos por vía gástrica (leche de los drugos)–, encontrar las líneas de procesualidad, los puntos de contacto, de penetración, los puntos aleatorios en los que los objetos rompen el hervor y se contaminan entre sí por efecto ondulatorio de las fuerzas (arremolinada humectación / tripa del ingrávido bullicio). Delicias y atavíos de La Naranja Maquínica (o del Huevo de las Ingestas). “Un poco el asceta transplantado a la Siberia por la brutalidad de los sucesos” (Néstor Sánchez, “Siberia Blues”).
Así es como por la vertiente de los cimbreos alcanzamos las raíces del “Árbol de la Vida”. Ya Ficino se había enchastrado en un alegre movimiento de pluma con este diagrama energético de la khabbalah (uno de tantos). Contra los lentes que lo engrilletan al neo-platonismo, señalamos que toda teología negativa es el reverso de una brujería positiva. Caracterizado como un mapa del derrotero de Dios en sus manifestaciones, a partir de los tres velos negativos (Ain-La nada-, Ain Soph-Lo Ilimitado, Ain Soph Aour-La Luz Ilimitada), el Árbol de la Vida es una máquina dinámica de radiaciones; y el Dios que ahí se agita se sitúa a irreductible distancia del Uno trascendente, ensimismado e inmóvil de los sacerdotes contemplativos. Este Dios es plural e inmanente; es el afuera invaginado en el límite, el interno fulgor de extramuros. Los sephiroth son las zonas tuberculares de condensación y almacenamiento de los rayos o radiaciones (kalas o secreciones temporales para los hindúes) que penetran al espacio homogéneo como “actos-eventos” o concreciones actuales de las intensidades. De ahí que el brujo contemporáneo Kenneth Grant les llame: “radiadores prismáticos”.
Este trajín (engalanamiento que nos disipa y nos ofrece velocidad sin restarnos cosmética) nos coloca frente a la primera manifestación del tiempo y de la Lux en el Árbol (no en un orden cronológico, sino en una continua parición temporal): KETHER. Casi podríamos regodearnos en el informalismo de este Sephirah, sin tocar ningún otro, en virtud de su adiposidad reversible: KETHER se pega a las suelas de todos los sephiroth restantes como un detonador turbulento. El Árbol se liga así con prácticas contemporáneas como el fold-in method de Gysin: no sólo tiene reversos palpables a través de DAATH (sephirah invisible y umbral del abismo) sino que también es plegable y desplegable en su cara más evidente. Si decimos que el Dios que apenas se asoma en los velos del Ain dista de ser la forma suprema o el motor inmóvil, KETHER (primera concentración de los rayos de la Luz Ilimitada) nos responde, cómplice, con sus efusiones y sus símbolos. Este sephirah aún no es formal (dualidad que comienza con los posteriores sephiroth y desemboca en los pilares izquierdo y derecho del Árbol); por eso se le llama Los primeros torbellinos (en palabras de Dion Fortune: KETHER es una “latencia a un grado de la inexistencia”). Para seguir insistiendo, algunos de los otros nombres de KETHER son: La Corona y La Cabeza que No Existe. La Corona está por encima de la Cabeza dualista, pero es, como tal ornamento, una Cabeza que no existe. Por potencia de su arremolinada semblanza, expone una decapitación esencial. Entre el cuello galaxial (donde comienzan los pilares de la civilización) y la corona radiemática, vive el acéfalo bárbaro (mutación del Vitruviano). Por eso, a nivel antropomórfico, KETHER es el loto de los mil pétalos, el agujero o floración centelleante en la cima de la cabeza por donde el espíritu se fuga del vestido humano –la acefalización o decapitación de la humana testa es un fuentón de luces (¡Numancia! ¡Libertad!).
Dos símbolos más, atribuidos también a KETHER, nos facilitan la ligazón entre lo planetario y lo elemental: el punto y la esvástica. El último, usurpado mezquinamente por una máquina de muerte como la nacionalsocialista, lleva a cuestas una antiquísima tradición que resuena en casi todos los pueblos. Entre otras cosas, es un símbolo aéreo: una cruz solar en rotación. Espiralado motor, hélice, aspa, ventilador, molinete o voluta, la esvástica atribuida a KETHER es una cruz que gira hacia el círculo: Los primeros torbellinos. Aquí llegamos al punto, con todo su ruido esotérico. En los símbolos ocultistas, el punto aparece dentro de figuras como el Hexagrama, el Círculo o la Cruz (entre muchas otras). Por el puente de este punteo, vislumbramos la semilla, la fuente inagotable que hace y deshace los cuerpos (y que los hindúes llaman Bindu: punto o gota –¿de rocío?). La semilla es un punto sensible o aleatorio (ni inteligible-matemático, ni físico-extenso), móvil, vibratorio, en el que bullen los traspasos luminosos. El Círculo que dibuja la esvástica al rotar la cruz, cuando conectado con el punto central, es una Espiral: la Espiral de los Pulsos.
[i] Abû Yûsuf Yaqûb ibn Ishaq al-Kindî.
Entrada a la Interfase Deleuze – Brujería
5ª Parte
por el Dr.
Cypriano Baobab.
Un poeta logra al fin adelgazar su figura hasta no ser más que una cualidad atmosférica. Un brujo se conecta a distancia con la frenética danza de un hormiguero mediante un dia(bo)lecto abstracto. Un alquimista alcanza una alineación dinámica y oblicua con los astros a través de la manipulación de sustancias impuras. Todas salpicaduras de esa semilla vibrátil, de ese corazón cremoso y móvil que lamina lo real allí en donde lo real se desmiente a sí mismo, en donde la aero-dinamia del mundo se autoproduce como una concreta y continua evanescencia. Las figuras y los símbolos del ocultismo así lo testimonian. Transmiten más de lo que significan, funcionan más de lo que ordenan.
Hexagramas o placas mudas, las figuras inmóviles que preñan los templos y los libros reverberan con dimensiones instantáneas, dinámicas, son máquinas abiertas esperando la oportuna conexión que las encienda. El roce de un cuerpo lábil, evaporado, confundido ya con su entorno, un gesto de aire, un encontronazo seco, bastan para desatar la ignición del mercurial tegumento, del agua viscosa y volátil (John Dee). El cuerpo se ha vuelto pieza de una máquina planetaria y vibratoria; partícula de un animal abierto y flexible.
La información que estos emblemas puedan portar (relaciones estables de significancia entre sus grafos), es sólo la mínima condición necesaria para la emisión de estas vibraciones. La consigna existe para hacer pasar la contraseña, la componente de paso (de fuga), desatar el paso (al menos) doble que nos baila y hace bailar con los desprendimientos de la materia, prendados a una lengua bífida, siérpica, que convive, en el otro extremo de la serpiente, con el sonido del ano-cascabel, y evita así ser capturada por los mecanismos de la interpretosis. Lengua doble (o triple, como el tridente-Shin de la khabbalah), húmeda y retráctil. Veloz. Viaje numinoso de la dicción a la infante a-dicción. A la di-sección, a la correcta dicción despellejada por la espuma de las cosas. Lengua venérea (venusina y aérea): ¡Afrodictum!
El contacto con los pulsos que allí laten no nos envía a una dimensión referencial fija (estado de cosas, cosas estatales), sino a la circulación que vibra entre las cosas. Nos instala de lleno en la zona festiva de los pasajes y las irradiaciones, en el mercurinario de los dones, de las atravesadas afecciones que germinan en cualquier cruce de partículas locas (encrucijada), en el entre-tiempo de las afluencias magnéticas, de las inter-penetraciones, en el rumor instantáneo de la magnetosfera cular (por sonora, por residual: la víscera cantora). Bataille le llamaba a esta capacidad de sintonía: el poder eléctrico de las puntas.
En el siglo IX, un árabe de nombre impronunciable[i] y que aquí aproximamos como al-Kindî, publica un verdadero grimorio de detonaciones llamado De radiis (De los rayos o De las radiaciones). El influjo de este libro en la baja Edad media y el Renacimiento –anónima traducción latina de por medio (siglo XII)- será enorme. Marcilio Ficino lo devorará y lo devolverá en clave eroto-fantástica bajo envoltorio neo-platónico.
El mundo que despliega el libro de al-Kindî (astrólogo y filósofo) está compuesto por dos tratamientos modulares de lo real: los elementos y las radiaciones (lo que pasa entre –y a través de- los elementos). Claro que la creencia en las emisiones estelares ya estaba avanzada en esa época, pero la novedad que nuestro árabe introduce prosigue de otro modo el “continuismo diferencial” de la pneumatología estoica: la virtud de las estrellas para emitir radiaciones la comparten también los elementos (es decir, todo). La cartografía energética de este universo abunda entonces en dinamismos puros. Todo, desde el planeta o estrella más alejada hasta la brizna de hierba más pequeña, está atravesado por una transferencia cósmica de radiaciones. Y estas radiaciones, si bien hiladas entre sí, se singularizan por sus frecuencias vibratorias, diferenciales (y es esta epi-diferencialidad, de hecho –o mejor: de derecho–, lo que establece la hilación). De ahí que los vectores de afección y contagios materiales se revelen operables por saltos e inmediatas diagonales (la causalidad clásica es intervenida e infiltrada por un hálito desviado). La praxis teúrgica encuentra un nuevo escalpelo (de siglos ha) en el que re-encarnar: metemsomatosis. Jámblico o Sinesio –los pneumo/espiritualistas– renacen como el árabe radiónico.
Sinesio (traducido por Ficino en el siglo XV) ya hablaba de la existencia de una conspiración de las cosas a espaldas del hombre. Los encantamientos, para el mago de Cirene, no sólo significan, sino que también invocan. Y la invocación (con su triple lengua ofidiana: sonido, materia y figura) se vale de las fugas naturales del pneuma o de las exhalaciones de la tierra para alcanzar una conjura o alianza anomal con las fuerzas, para adherirse al vaivén de la corriente mánt(r)ica (para volverse un vate oracular, poético, en esa conspiración matérica). ¿Habrá que creer que los espíritus de los que hablan las invocaciones no pasan de ser almas pre-existentes bajo el régimen de “lo general” (¡sí, mi general!)?
Aquí es donde se equivocan los egópatas. La asimilación reduccionista del pneuma al alma, consumada durante siglos (a diferencia de la operación estoica de reducir el alma al pneuma), fue nefasta. La fluidez y la irradiación del pneuma difieren por naturaleza de la inmovilidad del alma. De ahí que no se comprenda nada acerca de los matices distintivos entre el alma y los espíritus, y se trace un camino opresivo de los cuerpos al alma (organismo) y una captura almístico-imaginaria del espíritu-vibración. Éste no es homologable ni al alma ni al cuerpo (ni a sus variadas y agotadas síntesis). El espíritu, cuando liberado, funciona en otro plano: no se reduce ni al cuerpo “bajo” el alma, ni al alma “en” el cuerpo; (se) desmarca y (se) auto-produce (como) almas-efectos; pasa intensamente por los cuerpos desarticulados, flexibilizados; retoza en el entre-acto (René Clair). El espíritu es lo que Guattari llamaba lo “auto-consistencial”, con sus dos características de singularidad (persistencia local) y transistencia (consistencia transversal). Al igual que las radiaciones de al-Kindî o el pneuma de los estoicos, el espíritu, tal y como despunta en el bandidaje brujo, insiste invaginado en la materia: es la materia sin formalizar, el contacto sensible y vibracional entre las cosas, el englobamiento infinito entre materias heteróclitas (inmanacionismo).
No ficcionaba Klossowski cuando insistía en la diferencia que latía entre las almas incomunicables que se encorsetaban en el cuerpo organizado y la promiscuidad de los “espíritus mortales” (Soplos o alientos liberados) arrebolándose en los cuerpos como un pegoteo de intensidades (prácticas de posesión). La corporeidad, munida de espíritus singulares e indiscernibles, alcanza un máximo de porosidad y comunicabilidad: mescolanza, confusión mítica. Se nos adelanta, entonces, Mark Fisher cuando corona al materialismo pre-formal con el penacho gótico. Para el inglés, las figuras góticas aluden a devenires materiales: los seres incorporales son auto-creados en las conexiones libres de la materia. Sintonizar con esas conexiones (mixtura) es cartografiar terrenos existenciales nuevos, auto-consistentes y evanescentes. Intuiciones suspendidas de una arisca voluta de realidad y sus torsiones continuas. Por eso, para Félix, todo vale si lo que se busca es contactar con los vahos de transformación (mediante ebullición de los estados de cosas y evaporación de los hechos referenciales previos), pues todo entra al centrifugado como material (rasgo) intensivo. Por un aplique de ingravidez –a veces ritmando sonidos, figuras y gestos (rituales), a veces disparando sin miramientos por vía gástrica (leche de los drugos)–, encontrar las líneas de procesualidad, los puntos de contacto, de penetración, los puntos aleatorios en los que los objetos rompen el hervor y se contaminan entre sí por efecto ondulatorio de las fuerzas (arremolinada humectación / tripa del ingrávido bullicio). Delicias y atavíos de La Naranja Maquínica (o del Huevo de las Ingestas). “Un poco el asceta transplantado a la Siberia por la brutalidad de los sucesos” (Néstor Sánchez, “Siberia Blues”).
Así es como por la vertiente de los cimbreos alcanzamos las raíces del “Árbol de la Vida”. Ya Ficino se había enchastrado en un alegre movimiento de pluma con este diagrama energético de la khabbalah (uno de tantos). Contra los lentes que lo engrilletan al neo-platonismo, señalamos que toda teología negativa es el reverso de una brujería positiva. Caracterizado como un mapa del derrotero de Dios en sus manifestaciones, a partir de los tres velos negativos (Ain-La nada-, Ain Soph-Lo Ilimitado, Ain Soph Aour-La Luz Ilimitada), el Árbol de la Vida es una máquina dinámica de radiaciones; y el Dios que ahí se agita se sitúa a irreductible distancia del Uno trascendente, ensimismado e inmóvil de los sacerdotes contemplativos. Este Dios es plural e inmanente; es el afuera invaginado en el límite, el interno fulgor de extramuros. Los sephiroth son las zonas tuberculares de condensación y almacenamiento de los rayos o radiaciones (kalas o secreciones temporales para los hindúes) que penetran al espacio homogéneo como “actos-eventos” o concreciones actuales de las intensidades. De ahí que el brujo contemporáneo Kenneth Grant les llame: “radiadores prismáticos”.
Este trajín (engalanamiento que nos disipa y nos ofrece velocidad sin restarnos cosmética) nos coloca frente a la primera manifestación del tiempo y de la Lux en el Árbol (no en un orden cronológico, sino en una continua parición temporal): KETHER. Casi podríamos regodearnos en el informalismo de este Sephirah, sin tocar ningún otro, en virtud de su adiposidad reversible: KETHER se pega a las suelas de todos los sephiroth restantes como un detonador turbulento. El Árbol se liga así con prácticas contemporáneas como el fold-in method de Gysin: no sólo tiene reversos palpables a través de DAATH (sephirah invisible y umbral del abismo) sino que también es plegable y desplegable en su cara más evidente. Si decimos que el Dios que apenas se asoma en los velos del Ain dista de ser la forma suprema o el motor inmóvil, KETHER (primera concentración de los rayos de la Luz Ilimitada) nos responde, cómplice, con sus efusiones y sus símbolos. Este sephirah aún no es formal (dualidad que comienza con los posteriores sephiroth y desemboca en los pilares izquierdo y derecho del Árbol); por eso se le llama Los primeros torbellinos (en palabras de Dion Fortune: KETHER es una “latencia a un grado de la inexistencia”). Para seguir insistiendo, algunos de los otros nombres de KETHER son: La Corona y La Cabeza que No Existe. La Corona está por encima de la Cabeza dualista, pero es, como tal ornamento, una Cabeza que no existe. Por potencia de su arremolinada semblanza, expone una decapitación esencial. Entre el cuello galaxial (donde comienzan los pilares de la civilización) y la corona radiemática, vive el acéfalo bárbaro (mutación del Vitruviano). Por eso, a nivel antropomórfico, KETHER es el loto de los mil pétalos, el agujero o floración centelleante en la cima de la cabeza por donde el espíritu se fuga del vestido humano –la acefalización o decapitación de la humana testa es un fuentón de luces (¡Numancia! ¡Libertad!).
Dos símbolos más, atribuidos también a KETHER, nos facilitan la ligazón entre lo planetario y lo elemental: el punto y la esvástica. El último, usurpado mezquinamente por una máquina de muerte como la nacionalsocialista, lleva a cuestas una antiquísima tradición que resuena en casi todos los pueblos. Entre otras cosas, es un símbolo aéreo: una cruz solar en rotación. Espiralado motor, hélice, aspa, ventilador, molinete o voluta, la esvástica atribuida a KETHER es una cruz que gira hacia el círculo: Los primeros torbellinos. Aquí llegamos al punto, con todo su ruido esotérico. En los símbolos ocultistas, el punto aparece dentro de figuras como el Hexagrama, el Círculo o la Cruz (entre muchas otras). Por el puente de este punteo, vislumbramos la semilla, la fuente inagotable que hace y deshace los cuerpos (y que los hindúes llaman Bindu: punto o gota –¿de rocío?). La semilla es un punto sensible o aleatorio (ni inteligible-matemático, ni físico-extenso), móvil, vibratorio, en el que bullen los traspasos luminosos. El Círculo que dibuja la esvástica al rotar la cruz, cuando conectado con el punto central, es una Espiral: la Espiral de los Pulsos.
[i] Abû Yûsuf Yaqûb ibn Ishaq al-Kindî.
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Hasta aquí copiamos el fragmento. El texto completo será publicado en el próximo Codex Molecular.
1 Comments:
Drinking beer in the hot sun
I fought the law and I won.
I'm gonna write my book
and make a million,
I fought the law and I won.
Go! Go! Navel 23!
I can't read you, but I love ya.
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